“Luego echó agua en una vasija, y comenzó a lavar los pies de los discípulos” (Juan 13: 5).

Las dos últimas cosas que el Señor realizó en su vida antes de morir eran lavar los pies de los discípulos con agua y lavarnos de nuestros pecados con su sangre. Cuando Pedro protestó y no quiso que el Señor le lavase los pies, ¡para luego cambiar de idea y querer que el Señor le lavase no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza!, el Señor le dijo: “El que esta bañado no necesita lavarse, excepto los pies, pues está todo limpio; y vosotros estáis limpios, pero no todos” (v. 10). ¿Cómo pudo decir que estaban limpios si todavía no había derramado su sangre para limpiarles? Porque las Escrituras enseñan que hay dos tipos de lavamiento, uno en sangre y otro con agua. Ellos estaban limpios por medio de palabra: “Vosotros ya estáis limpios por la palabra que os he hablado” (Juan 15:3). El agua es símbolo del Espíritu y el Espíritu siempre trabaja en conjunto con la Palabra. El lavamiento en agua simbolizaba anticipadamente la limpieza de regeneración por el Espíritu Santo. La sangre de Cristo limpia de la culpa y el Espíritu Santo limpia transformando la persona.

 

            Vamos más despacio. Necesitamos el perdón de nuestros pecados, es decir, estar absueltos de la culpa que tenemos por causa de ellos. Esta es la función de la sangre de Cristo. Luego necesitamos un bautismo de poder, una obra de renovación, una nueva vida con poder para no pecar, que resulta en la transformación de nuestra vida. Esta es la obra del Espíritu Santo. Somos nuevas personas por medio de la limpieza en agua: “El nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino conforme a su misericordia, por medio del lavamiento de la regeneración y la renovación por el Espíritu Santo (Tito 3:5). El lavamiento de pies simbolizaba esta obra.

 

            Primeramente vamos a la Cruz para recibir el perdón de nuestros pecados, después vamos a la Palabra para ser transformados por el poder del Espíritu Santo. Primero el Calvario, después Pentecostés. Primero arrepentimiento, después regeneración. Y después de regenerados, acudimos a la Palabra para limpieza continuada, para nuestra transformación. Cuando somos salvos somos limpios. Volvemos a caer en pecado. No necesitamos volver a salvarnos, sino a recibir la limpieza de los pies por medio de la Palabra y el Espíritu Santo para ir transformándonos a la imagen de Cristo.

 

            Estos fueron los dos últimos actos de Jesús: limpiar con agua y luego limpiar con sangre a estos que tanto amaba. En la Cruz “uno de los soldados le traspasó el costado con una lanza, y al momento salió sangre y agua (Juan 19:34), símbolos de salvación y regeneración, perdón y nueva vida.

 

M. Burt